Recuerdo aquel momento glorioso en el que, con todo el fervor de una madre primeriza, le di cátedra a mi esposo sobre por qué nuestra hija jamás vería pantallas. Fue un momento bello… y fue bello porque fue un sueño. De esos sueños en los que eres perfecta y todos te aplauden por ser una madre que solo pone música clásica y juegos educativos. Pero luego, como toda ilusión romántica, se derrumbó al primer berrinche de las 6:30 a.m.

Les contaría la cantidad de cosas que estudié durante el embarazo: métodos para introducir alimentos, técnicas de apego, crianza respetuosa… bla bla bla. Pero, sin duda, la que más le sacaría una carcajada a mi yo del futuro es la de: "Mi hija no verá pantallas." Spoiler: ahora es mi niñera predilecta.

Y, como toda buena niñera, me da tregua cuando más lo necesito: cuando quiero dormir una hora más, cuando necesito hacer una llamada o simplemente desconectarme un rato de mi bendito hogar. Pero, ¿a qué costo? Porque, aunque mi salvadora tecnológica esté disponible 24/7, también viene acompañada de su inseparable amiga: la culpa.

En un mundo donde cualquiera tiene una opinión y redes sociales, todos opinan sobre cómo deberías criar a tus hijos, cada minuto que tu hija pasa frente a una pantalla parece un juicio público “¿No sabes que las pantallas afectan su desarrollo?" "Estás creando un zombie digital." "¡Pero Montessori no usa pantallas!"

Claro, porque Montessori también traía nanas, un chef y una lavadora mágica. Mientras tanto, aquí estoy, peleándome con un arroz pegado y con Luli Pampín sonando de fondo como si fuera la banda sonora de mi vida. Y, aunque a veces quiero odiar a esos personajes, terminan siendo parte de mi tribu. Sí, Bluey, hablo de ti. Gracias por mostrarle a mi hija que los papás (de esa perra australiana) siempre están disponibles para jugar. Always.

La verdad es que no es la pantalla lo que me atormenta, sino lo que representa: un recordatorio constante de que no soy la madre de Pinterest. Esa que tiene la paciencia de una monja tibetana y que organiza tardes de manualidades donde nadie termina llorando ni untada de resistol.

Y no es que no quiera serlo, pero, a veces, lo único que quiero es que el mundo se detenga por cinco minutos. Y ahí es donde entra la tecnología, con sus canciones pegajosas y videos educativos, a salvar el día.

No se trata de demonizar las pantallas ni de convertirlas en la solución mágica a todos nuestros problemas. Se trata de usarlas con cabeza. Algunas estrategias realistas que he aprendido gracias a estudias acerca de “la educación libre” (próximamente en columna):

Establecer horarios. No, no soy un reloj suizo, pero intento que el uso de pantallas no sea la actividad principal del día.

Elegir contenido de calidad. Si mi hija va a aprender algo, que sea con contenido que al menos no me haga cuestionar mi existencia. Adios Peppa Pig.

Participar cuando se pueda. Ver algo juntas puede ser una forma de conectar y entender qué está consumiendo.

En conclusión la maternidad sabemos que nos está agarrando a put%&$os, es un terreno minado de expectativas imposibles y juicios ajenos. La tecnología puede ser una aliada o un obstáculo, dependiendo de cómo la manejamos, pero, sobre todo, depende de cómo nos manejamos a nosotras mismas.

Porque al final del día, ser mamá no significa ser perfecta ni omnipresente. Y si una pantalla nos da el respiro que necesitamos para recargar fuerzas, que así sea. Nadie nos preparó para este caos, y aquí seguimos, haciendo malabares con amor, paciencia y una dosis de culpa. Y, con un poco de suerte, algún día, cuando nuestros hijos crezcan, se acordarán más de nuestros abrazos que de los minutos frente al iPad.